Espero sentado frente a la puerta no. 2 de la estación, el
ligero viento alborota las hojas del periódico entre mis manos y enfría el café
a mis pies. Él llegará pronto.
Hace muchos años que no lo veo, 5 para ser exacto. El día en
que mi ex esposa decidió mudarse de la ciudad y llevarlo consigo, no era más
que un pequeño niñito de 3 años que no soltaba un destartalado dinosaurio de
juguete. Después de eso no hemos tenido contacto más que unas cuantas fotos
cada tantos meses, gracias a las cuales sé a quién esperar cuando él baje del
tren que lo conduce hasta aquí.
Miro de nuevo mi reloj, impacientándome cuando me entero de
que no han pasado más de 5 minutos desde la última vez que lo consulté. Es sólo
que no puedo evitar estar emocionado, y hasta nervioso. No sé exactamente que
le gusta hacer, cuál es su comida favorita, que música le agrada. Me siento
culpable por no haber exigido más cercanía con él.
Cuando su madre me escribió comentándome que planeaban mudarse
de nuevo a la ciudad, me sorprendí por el simple hecho de que hubiese decidido
contármelo. Aunque después me enteré de que la verdadera razón de su escrito
era que necesitaba a alguien que viera de él mientras ella arreglaba algunas
cosas de la mudanza, y como al parecer sus conocidos no podían encargarse del
niño, pensó que unos días de convivencia no le harían mal. Después de todo, era
su padre.
Oigo a través de los altoparlantes que el tren que se
dirigía desde el otro extremo de la ciudad ha llegado al fin. Me levanto,
enrollando el periódico y colocándolo en uno de los bolsillos de mis jeans.
Unas cuantas personas salen casi corriendo, y detrás de ellas, arrastrando una
maleta con llantas y con un abrigo que le llega a las rodillas, está él.
El cabello casi le cubre los ojos, y tiene que pasar una
mano sobre su frente para despejarlos antes de dirigirse con paso vacilante
hacia mí.
No responde, observándome de arriba abajo con los azules
ojos de su madre.
Frunce los labios en completo desagrado, antes de responder.
“El tren me marea un poco”
“Deberías tomar algo, verás que te sentirás mejor”.
“Está bien, vamos a casa, papá”.
Entierro mis dedos en su cabello castaño y lo alboroto un
poco antes de ofrecerme a llevar su maleta y tomarlo de la mano. Una sonrisa me
cruza el rostro.
Ambos nos hallamos en el pequeño desayunador que funge como
mesa improvisada en mi apartamento. Las piernas pequeñas cuelgan de la silla, a
la cual no tuvo problemas en treparse. No estoy seguro de que esperar de él, ha
estado callado durante todo el camino desde la estación. Sólo habló cuando le
pregunté sobre dinosaurios. Me anima saber que el libro que le compré será un
regalo bien recibido. Aún no ha tocado la comida, quizá no sea de su agrado.
Corta un cuadrito de pasta. Sus ojos se abren ligeramente
cuando toma el primer bocado, casi de forma imperceptible.
Remueve lentamente la comida con el tenedor, empujándola
hasta pincharla y levantarla frente a su rostro. La observa.
“¿No te gusta el pollo?” Pregunto
“Sí me gusta. Pero mamá no lo come”.
“Ya veo” Después de mirarme, introduce el tenedor en su
boca.
En definitiva, Jess ha cambiado mucho desde que nos
separamos. Que yo recuerde, ella nunca había sido vegetariana. Sólo me preocupa
que Ian no esté recibiendo la alimentación adecuada. Su apariencia casi
escuálida y las bolsas debajo de sus ojos no hacen más que alimentar mis dudas.
Estoy en medio de un plan para hablar con ella cuando comienza a mascullar de
repente.
“Sabes…” se detiene cuando lo miro, pero reanuda lo que
empezó “las aves prehistóricas surgieron en el periodo cretácico, si no mal
recuerdo. Pero hasta el Neógeno aparecieron en realidad las aves modernas.”
Alzo las cejas, genuinamente sorprendido.
“Lo leí en la biblioteca escolar”.
Al parecer en serio le gustan los dinosaurios, tanto que se
aventuró a leer sobre el origen de las demás especies.
“Ian, ¿qué tal vas en a escuela?”
Deja el tenedor sobre el plato y ladea la cabeza mientras
rasca la parte trasera de su oreja derecha, un rasgo que reconozco como mío.
“Y dime, ¿qué quieres estudiar?”
Reprime una sonrisilla, y los hoyuelos apenas se dibujan
sobre su piel pálida.
Y de pronto, nos vemos sumergidos en una conversación donde
la voz dominante es la de mi hijo, intervengo sólo para hacer preguntas y
comentarios ocasionales.
Salimos de paseo al día siguiente. El clima frío de ayer ha
dejado una atmósfera templada perfecta. Decido llevarlo al museo de historia
natural, ya que nunca lo ha visitado antes. Le suplico que no deje en vergüenza
a los expositores, sobre todo en la sección de criaturas prehistóricas. Él sólo
rueda los ojos y me dice que me apresure.
Tenemos un pequeño debate en el camino, porque no quiere
quitarse el abrigo a pesar de tener la cara colorada.
“No hace demasiado frío. Yo puedo llevarlo por ti”.
“Vamos” Tomo su mano y jalo la manga, para ver cómo su brazo
está moteado de verde y púrpura.
Rápidamente retira la mano, como si mi contacto quemara. Lo
miro con seriedad, pero sólo dirige su vista al piso.
“Ian, ¿quién te hizo esto?”
Su actitud abierta y amable ha cambiado, casi puedo ver un
muro creándose a su alrededor. Y se, al igual que su madre, que no me dirá
nada.
“Vamos, no tienes que ocultármelo”.
“Me golpeé, eso es todo”.
Un vacío inseguro surge en mí, y me convenzo que esa charla
con Jess se ha vuelto estrictamente necesaria. Lo sujeto de la muñeca con más
fuerza de lo planeado cuando bajamos del bus, pero no dice nada. Las palabras
se han esfumado de su boca.
Ya en el edificio, vamos de un lado a otro. Revolotea por
cada sala y al final me rindo y sólo lo sigo con la mirada mientras él hace su
recorrido. Su mirada ávida absorbe cada placa que se le cruza enfrente. Yo a su
edad estaba obsesionado con los edificios, deseé ser arquitecto desde pequeño.
Creo que ese desarrollo temprano no cambió en esta generación.
Después de unas horas cruzamos el estacionamiento. Caminamos
sobre las líneas amarillas cuando veo una mancha roja acercarse desde la
entrada. Apenas y me da tiempo de reaccionar, corriendo y casi arrastrando al
niño antes de que un auto nos pase encima.
El hombre, visiblemente borracho, se baja del auto y me
comienza a gritar. No quiero meterme en problemas, así que espero a que la
gente que lo ha visto vaya en busca de la policía, mientras coloco al pequeño
detrás de mí. El sólo sujeta sus manos en puños contra la espalda de mi
camiseta, y el sujeto ebrio al fin es controlado por los policías. Que
desagradable término del paseo.
“Papá, ¿Porqué no le hiciste nada?” Dice una vez estamos
solos en el bus.
“Porque estaba la policía allí para defendernos”.
“Pero, el iba a lastimarte”.
“Aún así, no iba a atacarlo hasta que fuese estrictamente
necesario”.
“Creo que él te dio suficientes razones” Parece furioso, no
tanto por lo que sucedió sino por lo que yo no hice. Pienso un poco antes de
lanzar mi pregunta.
“¿Tu madre hace algo cuando la molestan?”
Siento su mano temblar bajo la mía, pero su voz no duda
cuando me responde.
Suelto un suspiro, antes de colocar mi mano sobre su cabeza.
“Sé que no he estado contigo todo este tiempo, pero te
aseguro que puedes confiar en mí. Cualquier cosa que pase, te escucharé”.
Mueve la cabeza asintiendo. Bajamos un par de cuadras antes
de la calle, en un puesto de pizza.
Llevo tanto tiempo corriendo que apenas y soy consciente de
que respiro. Las piernas me arden y el sudor me chorrea por la frente. No
quiero voltear hacia atrás porque sé que me alcanzarán, sus ojos clavados en mí
me perforan como dagas y puedo sentir su aliento rozándome la nuca. Estoy
perdido.
Quito de un manotazo las ramas que surgen frente a mí,
arañándome la cara y antebrazos. El frío demoledor hace que las piernas me
fallen y caigo, antes de sentir cómo sus dientes se clavan en mí. El dolor me
dobla, y a través de sus garras puedo ver varios pares de ojos brillantes
devorarme hasta desvanecerme.
Despierto alterado, goteando. Me dirijo a la habitación
continua, donde la luz que pasa por las cortinas ilumina al pequeño que duerme
plácidamente en la cama. Ya son dos noches que paso observándolo, temeroso de
algo que no estoy seguro. Como si tuviera una urgencia de asegurarme que está
bien. Como si mis pesadillas fueran a materializarse justo frente a mis ojos.
Cansado, me acomodo contra el umbral de la puerta y trato de
descansar, cuidando de no quedarme dormido. No quiero asustarlo si comienzo a
gritar.
En los últimos meses de nuestra relación había notado que
ella había cambiado demasiado. Estaba nerviosa todo el tiempo, no quería que la
tocara y se la pasaba todo el día encerrada en su habitación. Y como siempre,
yo no hice nada para remediarlo. Quizá desde ese entonces me resigné a dejarlo
todo.
Lo único que nos mantenía unidos era el pequeño, pero al
final ni siquiera eso fue impedimento para que cada uno tomara su camino.
Siempre me preocupé por el niño, porque no estaba seguro si ella podría
cuidarlo como era apropiado. Al principio, cuando nos reencontramos, pensé que
me había equivocado. Que estaba perfectamente bien y que yo sólo era un sujeto
paranoico. Pero desde que vi esas marcas en sus brazos, y noté como evitaba
fuertemente el tema, ese sentimiento no dejó de persistir.
Cuando estoy a punto de terminarme el café oigo unos
pequeños sollozos desde la habitación de huéspedes. Entro y lo veo en la cama,
sosteniendo el teléfono con la cabeza gacha. Sus hombros tiemblan suavemente.
“¿Qué pasó?” Me acerco y lo rodeo con mis brazos, él para en
seco y me mira, sus ojos acuosos.
“E-es, mi madre dice que…”
“Que ya no te veré más. Pero… creo que, que… no me gusta la
idea”.
“Mucho menos a mí. Pero, ¿sabes algo? Hablaré con ella y la
convenceré de que pases tiempo conmigo. Lo prometo”.
El no contesta, sólo se seca las lágrimas que recorren sus
mejillas y me abraza. Ahora no tengo dudas de que Jess no se ha deshecho de
todos sus problemas. No puedo creer que le haya permitido visitarme y después
le destroce las ilusiones así.
Le pido el número a Ian, pero el rebate que su madre lo
llamó de una cabina telefónica porque aún no instalaban el teléfono. Nos recostamos
en su cama hasta que se tranquiliza totalmente y después lo invito a tomar un
helado.
Han pasado 5 días, y mañana se cumple el plazo para que
tenga que devolverlo a su madre. Pero cada vez estoy más seguro de que no será
la despedida definitiva, no voy a permitirlo una vez más.
Me despierto como de costumbre estas últimas noches, acosado
por ese horrible sueño que no me deja en paz. Pero cuando llego, encuentro su
cama vacía. Un escalofrío me eriza la piel y corro por el departamento sin
encontrarlo. Encuentro la salida trasera abierta, la que conduce a un conjunto
de árboles. No me preocupo en lo que visto ahora aunque fuera esté
horriblemente frío, me adentro en la vegetación gritando el nombre de mi hijo.
El pulso se me eleva hasta el punto en que me retumba en los oídos.
Giro a toda velocidad, internándome más hasta que un par de
ojos se clavan en mí. El familiar azul hace que al fin pueda respirar
normalmente. Lo sujeto de un brazo y lo acerco a mí, me devuelve el abrazo con
fuerza.
No le presto demasiada atención, me coloco en cuclillas comenzando
a revisarlo en busca de alguna herida. No puedo dejar de temblar, no estoy bien
aún.
“¿Porqué saliste? Me has asustado demasiado”
El par de orbes celeste me miran, el me sonríe antes de
hablar en un susurro. Me han engañado.
“Me alegra que al final todo salió bien, y que hayas
decidido poner algo de tu parte”.
El pequeño asiente mientras coloca la resplandeciente
servilleta blanca sobre sus delgadas piernas, estirándola con sus manitas.
La mujer sonríe complacida y estira un brazo sobre la
pequeña mesa en el centro de la estancia. Sus uñas cuidadosamente coloreadas de
rojo rozan el brazo de cristal de la jarra cuando se dispone a servir agua para
ambos.
“Y dime, ¿cómo está tu padre?”.
El niño se toma su tiempo; corta un pedazo del filete que
descansa en su plato y lo saborea con cuidado antes de contestar con una
sonrisa en el rostro.
Este pequeño relato de terror fue un encargo para mi amiga Yadira, la cual recientemente abrió un blog donde ambas publicaremos este tipo de historias. Aún no hay contenido, pero después postearé el link si alguien gusta visitarlo.